Alguna vez el escritor Thomas Hardy dijo haber visto en el tren a una muchacha "de una belleza perturbadora, con ese aire que embriaga y sólo puede hallarse en las personas que casual y brevemente encontramos por la calle; y nunca entre propios y conocidos (…) ¿De dónde viene? ¿A dónde irá? ¿Quién llegará a conocerla? ". Leí este texto en un avión de vuelta a Europa, y pensé de nuevo en Guadalupe Villalobos.

Yo había aprovechado una de mis estadías en México D.F., en casa de unos buenos amigos, para saber más de este personaje, una chiquita de San Luís Potosí y otra víctima más del engranaje de las celebridades. Pensé que esta niña de apenas diecinueve –una dependienta según algunas biografías, una cajera según otras– estuvo donde no tenía que estar, se sentó en algún tren o se cruzó en la calle casual y brevemente con quien no debía. Incluso conozco el nombre de esa persona, Hal Roach.

Guadalupe Villalobos, fue a embriagar en mala hora a Hal Roach, un conocido cazatalentos de Hollywood con muchas estrellas en su haber; uno de esos hombres que no “se preguntan”, sino que paran, invitan y aseguran que en absoluto importa el “de dónde vienes”, sino el “a dónde quieres ir”. Y ¿quién a los diecinueve no quiere volar muy alto?

Antes de cumplir la veintena, la dependienta del D.F. pisaba Hollywood y daba comienzo a una carrera fulgurante. Cuarenta y siete películas. Lupe “la Fierabrás”; Lupe “la Mexicana Explosiva”, la flor roja del Hollywood de los años 30, y la cama de todos sus actores.




No me interesaba en absoluto la Lupe del “torbellino latino de pasiones”, como la tildaban en la prensa rosa. Me imagino perfectamente cómo llegó la cajera del D.F. a picar tan alto y caer en brazos de cada estrella masculina del reparto. Gary Cooper, Douglas Fairbanks, John Gilbert. De día en la pantalla, adoptó el cliché de volcán latino que le ayudó sin duda a mantener un pequeño éxito cinematográfico. En la noche interpretaba el mismo papel, quizás el único que conocía; me imagino el trasiego de hoteles y de glamour aderezados con un continuo escándalo público. “La vampiresa de todos nuestros sementales”, la apodó con saña un conocido productor. Otro la denigró en público con una fanfarronada machista que corrió por todo Hollywood: Sólo hay tres reglas para aceptar la invitación a su camerino: 1. No tener problemas cardiacos. 2. Haber hecho gimnasia durante el trimestre anterior y 3. Al menos, que te toque el segundo turno, a ver si con suerte está cansada ¿Cuánto podía aguantar así, a ritmo de caballo loco y rol de mesalina latina? El carrusel emocional no iba a conjurarse por arte de magia mediante una boda, desde luego. Sus cinco años de matrimonio con Johnny Weismuller –un lustro de locuras y mayores escándalos si cabe con el Tarzán por antonomasia– fue una sucesión de cielos e infiernos que culminó en un basta ya de él, y la primera gran depresión en ella. El combustible se agotaba. En apenas cuatro meses de ausencia, la industria consideró que el pozo cinematográfico estaba acabado y cesaron las fotos, los contratos y el cortejo de las estrellas. Estación término. Tenía 30 años.


Siempre me ha interesado más la otra Guadalupe Villalobos, la de la mala estrella a los diecinueve. La chica que se cruza casual y brevemente, y embriaga al hombre equivocado que lleva a Pinocho al País de los Juguetes, y a ella al lupanar de las estrellas. Sin embargo, de Hollywood como de los infiernos reales, no se retorna. En un esfuerzo último por agarrar el furgón de cola, Guadalupe volvió a sacar fuerzas de flaqueza y filmó su mejor película, “The Girl of Mexico”, pero reinventarse también es imposible en Hollywood. Acabada tiene siete letras, no más. El resto fueron series B, hiperactividad sexual con actores desconocidos, muchachos de pago, mantenimiento ficticio de un tren de vida que consumió todo su dinero. La naufraga ya estaba asida únicamente a la tabla de salvación de un actor de segunda llamado Harald. Y cuando una tarde de mal hado le dijo a este botarate que iba a engendrar un hijo suyo, que no podía abortarlo, que quería al menos “un matrimonio aunque dure cinco minutos no más y el apellido de un hombre para que no pase la vergüenza de ser el hijo de todos”, es fácil imaginar un adiós por respuesta. Qué desprestigio, casarse con la ramera vieja de Hollywood.

Era 1944. Tenía 36 y no cumplió más. Está vez sí, estación término.

En alguna biografía, Lupe la de la sexualidad atómica, reunió a sus amigos y les ofreció platillos mexicanos y champán. En otra, estaba sola y bebida cuando subió a su dormitorio. Quizás no importa. Ella se desnudó. Preparó una cama de seda blanca. La llenó de pétalos de rosa. Se afeitó el pubis en forma de corazón, y la ramera vieja de Hollywood tomó seconal sódico. Pero en el Hollywood de los Juguetes, no está permitido a Pinocho fabricarse su propio guión trágico; ella era una actriz mediocre de comedias de risa, sin derecho a mayores. Punto. Así que la mujer vomitó parte del seconal y el champán. Entumecida se arrastró al baño, perdió el sentido y la halló la policía ahogada en la taza del inodoro. Qué risa amarga. Qué espanto que en América los váteres contengan palmo y medio de agua, una cosa fatal para cualquier suicida estuporosa que asome la cabeza en la taza.

Nadie la recuerda en Hollywood, como es natural; y seguramente con razón. A mi, sin embargo, no se me pasa la mala estrella de Guadalupe Villalobos Vélez, de diecinueve años y una “belleza perturbadora”, que se cruzó casual y brevemente con Hal Roach, el cazatalentos, una noche en el D.F.; y él no se limitó a desearla en silencio y preguntarse ¿de dónde viene? ¿a dónde irá? ¿quién llegará a conocerla? Sino que la tomó de la mano y la embaucó hasta el País de los Juguetes.

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posted by Patricia Venti at 13:47 |


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